viernes, mayo 19, 2023

Veltfort


Hace un par de días la revista Hypermedia recirculó un ensayo de Abel Prieto donde se resumen varios de los prejuicios que el régimen cubano esgrimió siempre contra los homosexuales. 

En ese panfleto, el padre del ex ministro de Cultura cubano dice cosas bastante conocidas, a tono con lo que emanó del Congreso de Educación y Cultura de 1971, como "procurar que [los homosexuales] no sean conductores de juventudes" e intentar "comprenderlo [se refiere al 'problema' de la homosexualidad], pero nunca desde un punto de vista interesado". Usa terminología médico-científica con palabras como "contagio", "cura" y "terapia" para referirse a lo que las autoridades consideraban (y no dudo que consideren todavía) una patología que requiere tratamiento especializado.

La re-aparición de ese texto coincidió con mi lectura de Goodbye, My Havana, la novela gráfica de Anna Veltfort, publicado en inglés en 2019 por Redwood Press, un sello editorial de la Stanford University Press, en California. Primero se publicó en español por la Editorial Verbum. El texto de Prieto es de 1969, año fundamental en la biografía de Veltfort, como puede verse en la novela.

Es probable que no haya, en el escaso apartado de novelas gráficas de tema cubano, una obra más detallada y abarcadora sobre los años sesenta, la iniciación sexual, la homosexualidad y las múltiples tensiones que se dieron a nivel intelectual en la sociedad cubana de la época. También hay mención, por cierto, a la división y la tirantez entre las diferentes facciones (trotskismo, maoismo, estalinismo...) de la izquierda de aquel entonces.

Veltfort ha escrito y concebido un libro que no nos ahorra nada, quizás la erótica del roce de los cuerpos. Eso, que vemos hoy con normalidad en las novelas de Alison Bechdel, se extraña. ¿En serio, Connie, ni un beso? En el centro de su testimonio está un mundo asfixiante, desprendido de todo sentido de la libertad y del impulso humano de indagar y cuestionar y desear ser libres para amar.

El libro es extenso y a ratos farragoso. Demasiado texto, demasiados detalles. Pero yo tengo que decir que lo disfruté. El personaje de Anna Veltfort asiste atónita a este triste espectáculo de un mundo demasiado opresivo en construcción. Ha sido llevada allí por sus padres, comunistas de Estados Unidos, siendo muy joven, y allí tiene su despertar sexual y político. Y creo que me gustó la novela precisamente por el personaje, porque está atrapada en un contexto convulso donde no pidió estar, porque a la vez que participa, a su modo, mientras va creciendo, intenta violentar ciertos límites (la propia manifestación de su sexualidad, el árbol de navidad en el salón de la Facultad, la música que escucha, etc.) y porque no se detiene ni a juzgar ni a sermonear ni a sentirse equidistante. Ese personaje es uno de los grandes valores de esta historia.

Que el régimen cubano intentó influir en ciertos sectores de la intelectualidad norteamericana que le era afín lo demuestra la financiación del Fair Play For Cuba Committee, integrado por algunos poetas de la Generación Beat. Lawrence Ferlinghetti se declaraba seguidor de la inicial revolución no comunista que realmente sólo estaba en su cabeza, y escritores como Amiri Baraka y Allen Ginsberg llegaron a la Isla en viajes organizados y pagados por el régimen, con el resultado, en el caso de Ginsberg, que todos sabemos.

Hay alguna mención a esto en el libro. Veltfort narra su encuentro con Ginsberg en La Habana y la clausura de la Editorial El Puente. Cita un comentario callejero sobre que Ginsberg preguntó si Raúl Castro era gay y dijo que Che Guevara era "pretty", y que como represalia fue expulsado del país hacia Praga. Durante su visita familiar a New York, Veltfort se encuentra con activistas gays que le piden información sobre si es cierto que en La Habana hay represión a los homosexuales. Paralizada por el miedo, Veltfort apenas si da algún detalle.

Aquí es donde se nota el tipo de narradora que es Veltfort: no interviene, no juzga, sólo muestra. Y muestra mucho. Comunidades rurales en Oriente que no aceptaron el cambio impuesto por el nuevo régimen. Síndrome de la sospecha sobre los norteamericanos que viajaron y se establecieron en Cuba. Agresiones homofóbicas en las calles. Procesos judiciales arbitrarios y demorados hasta el infinito. Intromisión policial en la vida privada de la gente común. La delación como política a todos los niveles. Las desigualdades que ya se veían entre los privilegiados por el nuevo status y los silenciados, los condenados de a pie, los "degenerados" de segunda. Y un largo etcétera.

Una sociedad tan bipolar, como ya comenzaba a ser la cubana de su tiempo, era capaz de mantener en su élite a Alfredo Guevara, y a sostener en sus puestos a Mirta Aguirre e Isabel Monal. Eran homosexuales autorizados y privilegiados. Y sin embargo perseguía, silenciaba, marginaba, encarcelaba y enviaba a campos de trabajos forzados al resto, a todo el que fuera sospechoso de no someterse a sus reglas.

También está el caso del padrastro de la autora, un tecnócrata de cierto pedigrí comunista. Había participado como voluntario en la Guerra Civil Española e integrado más tarde el partido comunista en Estados Unidos. Luego de 1959 se instaló con toda la familia en La Habana para colaborar con el régimen, junto con otros "fellow travelers" y agentes declarados de cierto renombre como Maurice Halperin, Martha Dodd, George Eisen, Ed Burstein y Celdric Belfrage (le llama George en el libro), todos a la postre o bien desencantados o bien defenestrados y conminados a marcharse. Estos, como miembros de una colonia habanera de verdaderos privilegiados, son los que aparecen mencionados en el libro.

Pensaban todos que estaban construyendo una sociedad nueva, más justa, y sólo estaban cavando los cimientos para el ascenso de un Stalin tropical. Al final, siendo imposible reunirse fuera de la isla con la que era su pareja en ese momento y a la que no volvió a ver jamás, Veltfort renuncia a todo y se larga. Se despide de La Habana. La ciudad se despide de ella. La "terapia" que recetaba aquel Prieto Morales no la alcanzó. Pasarán muchos años antes de que se decida a publicar su testimonio, que agredecemos.

Y además: Pueden leer una entrevista con la autora aquí. Y el prólogo a la edición en español, aquí. Una lástima que su blog El archivo de Connie no esté disponible.

jueves, mayo 18, 2023

Talibán

El castrismo ha incubado mucho personajillo siniestro, gentuza que mamó mentira y labia estalinista desde temprano. Iroel Sanchez fue uno de ellos. Era uno de los talibanes de finales de los años noventa, experto en manipulación y asesinato de reputación.

Le gustaba contar cómo fue que Fidel Castro lo nombró presidente del Instituto Cubano del Libro a principios de los años 2000. Decía que lo citó a su oficina y mirando el expediente le dijo que hasta los de línea más dura, talibanes de mayor rango, lo habían aprobado.

Y lo que vino tras su nombramiento fue una marejada de literatura bazofia conectada con los dineros del chavismo y aquel delirio llamado Batalla de ideas. Su biblia era un panfleto de Stonor Saunders, del que logró hacer edición cubana, al que acompañaba diligentemente con cualquier producto lo mismo de Howard Zinn y George Cockcroft que de Belén Gopegui, Carlo Frabetti y similares comuñangas de caviar.

Esta gente fue astuta intentando conectar a cierta clase intelectual resentida europea y norteamericana con un régimen que necesitaba otros lavados de cara tras la Primavera Negra del 2003. Querían re-globalizar la revolución moribunda luego de la década penosa del Período Especial. Contando con que siempre hay y habrá intelectuales y escritores prestos para la tarea de la salvación de la humanidad, sin que haya nada romántico ya en el acto, todo es puro cálculo y mezquino gesto. La desmemoria en relación con Cuba está cimentada sobre miles de muertos y millones de encarcelados y exiliados.

Encabezó la ofensiva contra los colaboradores de la Revista Encuentro que estábamos dentro de Cuba. Para ello creó, entre otras, una publicación llamada La Jiribilla, desde donde se atacó a todo dios, recordar que eran los años del blogueo más intenso sobre temas cubanos: Yoani Sánchez, Penúltimos días, La Habana elegante (véase la descripción del personaje a cargo de Fermín Gabor en el número 55), etc.

Era tan obtuso que se enfrentó hasta al ministro Abel Prieto, a quien dicen acusó de "poco ideológico" en una reunión, y le costó el puesto. De ahí se fue al Ministerio de las Comunicaciones, a las catacumbas de Ramiro Valdés (se lo señalaron hasta sus colegas), a seguir metiendo cizaña y censura contra todo lo que oliera a oposición o colaboración con Estados Unidos, y la más vulgar delación si detectaba algo que no le olía bien.

Encarnaban él y otros como él una zona que el castrismo explota muy bien: disfrazaban su proverbial indigencia intelectual con la triste condición de la vieja, pero interesada humildad partidista. Se decían muy fidelistas, para que ese Sísifo cubano, el Liborio de la caricatura de Lauzán, siga cargando su rémora, su bola pétrea. Pero en realidad creían ver en el esperpento de la revolución la concreción, por fin, del proyecto guevariano de austeridad, de extensión de la miseria a tutiplén. El clásico "tú te estás muriendo, hermano, pero yo también y mira, no me quejo". De esa misma seudo filosofía era otro personajillo igual de siniestro, aunque quizás más a lo tonto, Enrique Ubieta, nombrado en esos años director de la Cinemateca de Cuba a falta de una "botella" más prominente.

El comunismo cubano está en formol. No ha llegado aún el momento de la autopsia. Su talante represivo sigue intacto. Mientras tanto, algunas de sus piezas siguen muriendo.

Caricatura: Lauzán (tomada de la web RadioTelevisionMarti.com)


lunes, mayo 15, 2023

Debray


 Recuerdo bien que en Cuba se tenía a Régis Debray por un vulgar traidor. A la retórica inflamada de ciertos títeres del castrismo nunca le sobró ese tag. Después fue un ausente clásico, de esos que estuvieron, pero ya no están ni se mencionan más, tipo Carlos Franqui, etc. Un poema de Cortázar (que era un poeta muy malo en dos idiomas) terminaba diciendo "pienso en Régis Debray" y era casi la única mención que uno escuchaba en mucho tiempo. Ahora me encuentro con el libro de Laurence Debray, su hija, y lo que me queda claro es que el tipo sigue siendo bastante impotable.


En el libro, la supuesta traición al Che Guevara ni se menciona apenas. No sabemos si por recomendación paterna (la autora ha confesado en entrevistas que les dio el manuscrito a sus padres y estos le sugirieron quitar cosas). Entiendo que la autora no se considera historiadora y quizás nunca pensó el libro en esos términos, sino en saldar sus propias cuentas con su padre, pero no dudo que corran llamados por el estilo de "el testimonio de la hija del hombre que traicionó al Che Guevara" y lo que sacamos en claro es que las relaciones de ella con los delirios de su padre no fueron nunca buenas y que el carácter del padre es bastante difícil.

El libro no es bueno. Comienza bien, pero termina desdibujado hacia el final. Mientras se concentró en las peripecias del padre mantuvo cierto interés. Deja entrever que la relación con su padre no ha sido buena. Eso que un académico marramao hoy llamaría "intervenciones afectivas", al parecer fueron bastante raritas por frías y escasas. El personaje de la madre es opaco, una sombra. Y todo lo que concierne a su admiración por el Rey Juan Carlos me sobra en este. La voz es cándida, como si en términos investigativos y puramente historiográficos le faltara carretera.

Han salido algunos libros por el estilo de éste: La casa de los conejos (2008), de Laura Alcoba, hija de montoneros, y La caja Topper (2019), de Nicolás Gadano, economista, hoy banquero. Curioso que con Gadano, Laurence Debray comparte además de la prosapia guerrillera, haber trabajado en bancos. Sus padres la hicieron hermética para las utopías, dice Laurence en su libro y quizás lo mejor sea ese candor que atraviesa todo el conjunto, su ausencia de severidad, aunque algún lector se pregunte si era necesario llamar a Fidel Castro "el padre de todos los cubanos" (p. 57). Quiero creer que está dicho con ironía.

Este libro no es sobre Regis Debray, sino sobre su hija, que nació en 1976. Para ese entonces la biografía de su padre se adentraba en las sombras. La propia Laurence confiesa que se enteró de las aventuras paternas por alguien a quien se lo escuchó en su escuela. Quien desee abundar, tendrá que asomarse a sus memorias, un tocho titulado Alabados sean nuestros señores, publicado en España por Mario Muchnik en 1999. ¿Cuál es, entonces, el Regis Debray que prevalece después de seis décadas, el que recomienda conocer el mal para poder impedirlo o el que sugiere ser más del centro que de los extremos? ¿El maniqueísta que dividía el mundo en izquierda y derecha usando el ejemplo de una niña sin zapatos o el que terminó asimilando que su hija se fuera a vivir a su odiado Estados Unidos? De cualquier manera en este libro no está la respuesta. 

La respuesta que sí aprendemos es el trayecto de la hija rebelde de unos conversos de la fe revolucionaria hasta su instalación definitiva en la modernidad más plena del mundo occidental. El negativo de la foto familiar.