Hoy es día
tristísimo porque se ha suicidado en La Habana el poeta Juan Carlos Flores.
No nos vimos nunca,
pero leí con puntualidad sus pocos libros, desde aquel Los pájaros escritos
que compré en una pequeña librería habanera y que allá quedó, como otro mudo
habitante de la soledad y la destrucción cubanas.
No se cansó Juan
Carlos Flores de darle, de aportarle, a la poesía de aquella Isla. Mientras
pudo y tuvo fuerzas para ello. Allí donde poetas juntaban solemnidades o
naderías, un solo poema suyo los borraba, indicaba otro camino,
despertaba otros ecos, señalaba un vacío que comenzaba a serlo menos.
De alguna manera la
poesía viene a adentrarnos en un silencio, nos conduce a un viaje hacia
adentro, a una automutilación. Es duro confirmarlo hoy, de este modo, y cuesta
aceptarlo, pero poco podemos hacer ante eso. La de Juan Carlos Flores se fue
despojando de una morfología antigua que ya no le servía y comenzó a
desarticularse, a adquirir una circularidad extraña a tanta corrección premiada
todos los días, todos los días publicada y difundida. “Mirar, oír 1, 2, 3
veces: sobre cabezas de pescado dejadas por La Madre en la cocina”, eso escribió
Juan Carlos Flores, eso habría que responder cada vez.
No puedo hablar con
propiedad de la “calidad performática” de sus textos, como algunos críticos han
apuntado, porque no asistí a ninguna lectura pública suya. Pero en este sentido
sí, a partir de sus libros, puede advertirse en sus poemas la adquisición de
una desarmonía, o de una armonía otra, desquiciada ésta por reiteraciones que
subvierten no solo “los distintos modos de cavar un túnel” o de (des)hacer un
trayecto que al haber sido caminado se automatiza y banaliza –lo que nos
propone es otra automatización, desde luego, cómo la poesía puede dotarse de un
mecanismo de autoabsorción–, sino nuestra capacidad de leer, el espacio cada
vez más estrecho que nos queda ya para el asombro.
En Alamar, donde han encontrado el cuerpo del poeta, vivió también Ángel Escobar. ¿Dignidad de la poesía? Qué lejos están esos paneles de cemento y acero, tan torpemente edificados para que convivan humanos, con aquel “puro mármol de los adioses” lezamiano, ese laberinto de supervivencia poética y también de agotamiento de una respiración, la desdichada anulación de un algo que late.
En un final, nunca nada en poesía puede llegar a zurcir el espacio de la caída.