Uno de los
asesinos, momentos antes de subir al auto, se agacha a recoger un zapato. ¿Cómo
leer ese acto, cómo descifrarlo? ¿Es eso lo que aporta, digamos, normalidad a
un hecho de tal magnitud? ¿Es solo eso, que un terrorista es gente normal que se
agacha a recoger un zapato mientras ha dejado un reguero de cadáveres? ¿Será
esa la imagen que quedará para el análisis estético de aquella masacre?
Está claro a
estas alturas que el ataque contra Charlie Hebdo es en sí mismo algo más que un
acto contra el arte: es un agravio a los símbolos de la eticidad de Occidente.
Pero lo interesante también es que las imágenes que nos llegaron de la masacre
de Charlie Hebdo estaban llenas de rostros estáticos, al menos nueve si a los
de Charb, Cabu, Wolinski, Tignous y Honore sumamos los tres perpetradores, más la
muchacha de rostro lánguido, pálido, que está desaparecida.
La estaticidad
de tantas fotos contrasta con la dinámica de aquellas imágenes en movimiento
del 11 de Septiembre. No tuvimos rostros cuando cayeron las Torres Gemelas,
tuvimos eso, la espectacularidad de las imágenes en movimiento. Tres mil
víctimas sin rostro. Y muchos quisieron creer que estábamos en
presencia de un hecho estético, la irrupción de lo verdaderamente post moderno
en las pantallas de televisión, el día en que por fin nos adentrábamos en el
siglo XXI.
En el país del
cine, imágenes espectaculares como extraídas de una película catastrofista.
En
el país del arte, una masacre contra artistas.