El poeta cubano Michael H. Miranda nació en el municipio holguinero de Cueto, en 1974. Ahora vive en Fayetteville, Arkansas, donde da clases de español en una universidad. No come de la poesía, pero no deja de escribir. Escribe porque lee. Es su pasión.
Con CiberCuba ha hablado sobre el exilio, la reforma de la Constitución o el futuro de la Isla. También, como exigiría Umbral, de su libro Asilo en Brazos Valley, en el que habla una voz, que él confiesa que estuvo buscando durante años.
Michael H. Miranda lamenta que haya cubanos con valor para atravesar la selva del Darién y no para intentar cambiar la vida política de su país. Aunque le hemos tirado de la lengua, ha pisado sólo los charcos que ha querido pisar.
¿Qué habría sido de Michael H. Miranda si no hubiera nacido en Cuba? ¿Ser cubano cambia las cosas?
Lo primero no lo sé, pero es algo que tengo siempre presente viendo crecer a mis hijos en otro país.
Para lo segundo debo decir que Cuba y lo cubano son ahora como un rumor, un asunto entre muchos otros. ¿Hay una fatalidad específica por haber nacido en un país sin economía y donde al adoctrinamiento le llamaban educación? Es posible, sobre todo cuando sales a un mundo que se ordenó a un ritmo diferente y con otras normas.
Esas son las dos catástrofes mayores de más de medio siglo de castrismo, la economía y la educación. Nos permearon la ausencia de modales, una suerte de carácter destructivo, el irrespeto por el otro, el grito, el chantaje policial de la política, la envidia en forma de delación.
Sabíamos quiénes eran Homero y Virgilio (antes, al menos), pero no sólo nos negábamos a decir “por favor” y “muchas gracias”, sino que además perdimos conceptos como libertad y democracia.
O sea, como apunta Masha Gessen, hay generaciones enteras que ni siquiera saben de qué fuimos despojados. En ese sentido, hay una nueva alfabetización por realizar.
¿Qué siente por Cuba? ¿Duele?
Lo que siento no lo tengo ahora más claro que antes. En Cuba nací y eso nadie lo puede cambiar. Está en el origen, forma parte de la biografía y ni siquiera hace tanto que salí de allí, apenas diez años. Duele como puede doler aquello que causa impotencia, lo que uno desea cambiar, pero no puede.
He sabido de exiliados cubanos que nunca adquirieron otra ciudadanía. Uno puede entenderlos como síntoma de algo, la esperanza de un cambio que ya no va a ocurrir de la manera que pensaban. Lo entiendo, pero no ha sido mi caso. A los cinco años de llegar a un aeropuerto norteamericano preparé los formularios y todos en la familia nos hicimos ciudadanos de Estados Unidos, que, dicho sea y no de paso, fue al menos desde 1959 el único país de verdad comprometido (hasta donde puede un gobierno extranjero sin usar la fuerza) con que en Cuba cambiaran las cosas.
De modo que mi pasaporte ahora no es cubano, ni lo volverá a ser mientras el gobierno aquel insista en humillarme por querer ser libre. Es la coartada perfecta para resistirse a cualquier filopatría.
Cuando mira hacia adelante, ¿cómo ve a Cuba? ¿Qué quiere para su país?
Me tengo a mí mismo como un escéptico con todo lo que se relaciona con Cuba. Como se describió Magris alguna vez, puede que sea optimista con la voluntad y pesimista con la razón. A partir de ahí construiría un país imaginario que jamás coincidirá con el país real.
Se vale creer que si un joven cubano es capaz de cruzar la selva del Darién o las montañas centroeuropeas para asentarse en un país de economía libre, debería entonces tener la fuerza para organizarse y empujar porque las cosas cambien de una vez en la Isla. Eso no está pasando todavía, al menos no explícitamente.
El castrismo ha construido una especie de trampa perfecta, nada parece desestabilizarlo y el desfasaje para colmo ha terminado jugando a su favor. Ahora mismo la idea democrática, siempre tan imperfecta pero mejor que cualquier autoritarismo, está siendo muy cuestionada en lo que desde Cuba llamábamos “el mundo libre”, o sea, Occidente, el viejo puritanismo nos llega travestido de nueva corrección política y los movimientos anticapitalistas ya inciden en la formación de gobiernos con la intención más o menos clara de destruir la democracia.
Entre cubanos de la Florida el término balsero tiene una connotación peyorativa. ¿Por qué cree que Miami reniega de ellos?
Nunca he vivido en Miami, pero imagino a qué te refieres. Mi hermano fue uno de esos balseros de 1994 que fue enviado a la base de Guantánamo y lo escucho llamar “balsero” a sus amigos.
Quiero entender que no te refieras a Miami como un todo, sino a cierto sector que los estigmatizó, como les pasó antes a los que llegaron en los sesentas y luego a los Marielitos, y ahora a los que atravesaron Centroamérica. La estigmatización, burlesca o no, del último que llega es una forma muy extendida de higienización contra todo lo que representa ser cubano.
Cuba acaba de aprobar un borrador de la reforma de la Constitución. ¿Le quita el sueño?
Los textos constitucionales bajo las dictaduras de partido único como la que impera en Cuba son papel de fumar, parte de un paisaje del absurdo. La sociedad sigue operando en base a permisos, no atendiendo a derechos. Ahora será una en la que los gays podrán casarse, pero no protestar ni formar un partido político.
¿Recuerdas que la Constitución decía que no se podía tener doble ciudadanía y que se perdía la cubana al adquirir otra? En propiedad nunca se cumplió, pues te obligan a comprar otra vez esa ciudadanía originaria en la forma de un pasaporte carísimo para poder viajar al país donde naciste y de paso ser filtrado y que decidan si puedes entrar o no.
Cuando reclamo para mí la condición de exiliado lo hago en primer término para posicionarme ante un régimen que permanece enquistado y parece fuerte e inmune a cualquier agravio, y que se las arregla muy bien para desactivar cualquier diferencia o ataque.
Pero la clave estará siempre en la gente. Si no hay una conciencia clara en los cubanos, una conciencia que produzca subversión, de que ese estado de cosas es insostenible y que lo es por un tipo específico de gobierno y ordenamiento social, no vamos a ver su final muy pronto.
¿Cómo ha encajado la emigración en su escritura?
Unos años antes de salir de Cuba ya estaba a la intemperie en una especie de insilio. Colaboraba con la revista Encuentro, lo cual especialmente en provincias era poco menos que ser agente de la CIA. Pero debo decir que, después de la separación familiar, lo más doloroso fue la pérdida de aquella biblioteca, la primera que construí.
Ya en Estados Unidos se sufre una transformación muy profunda en todos los órdenes. Los nexos con los lectores de tu país se rompen. Toca reinventarse y ese es un camino muy incierto, no sabes si terminarás de profesor, traductor o mesero.
En 2014 publiqué un libro con poemas que en su mayoría pertenecían a los últimos años del insilio cubano, por lo que quizás ahí no se note tanto el desvío posterior al viaje. Mi poesía actual la veo en otro registro, enfilada hacia una arbitrariedad de la escritura, lejos de ciertos automatismos pasados, de ciertos ritmos o cadencias que ya no puedo ejecutar. Creo que el lenguaje de la poesía es eso, una sistematización de lo arbitrario que es siempre implosiva, menos ordenada y más articuladora de otras combinaciones. Y más retadora de nuestros modos de leer, de toda idea de legibilidad. Es desde luego artificio, pero no hay procedimiento literario que no lo sea.
Todo eso creo que se lo debo al viaje.
¿Qué siente un poeta cada vez que sale una estadística certificando que sigue cayendo el número de lectores?
Es siempre desolador para alguien que escribe, pero los poetas en particular tienen gran entrenamiento en lidiar con estadísticas así.
Es un momento muy extraño este que vivimos. Las traducciones del Quijote a una lengua contemporánea compiten con las peticiones de prohibición de novelas como Lolita, de Nabokov. La primera porque supuestamente las generaciones nuevas no entienden el español cervantino, y la segunda porque hay muchas personas que desean que vivamos en una cápsula en la que ni siquiera la literatura tiene licencia para operar con las miserias humanas.
Esa es la educación moderna. Qué va a quedar para el Cervantes de “la caterva de los libros vanos” y sus frases tan memorables, como aquella que dice: “No excusarás con el secreto tu dolor”. O del Martí que escribió: “Las oscuras tardes me atraen cual si mi patria fuera la dilatada sombra”. O el Lezama que habla de planchadores de cenizas y un tiburón de plata en el centro de una alcoba.
A tono con los tiempos, el Nobel no reconoce a John Ashbery, sino a Bob Dylan, y ha debido cerrar temporalmente por escándalos sexuales.
¿La imagen melancólica de los poetas es una leyenda urbana?
Esa es una visión demasiado extemporánea del poeta. Entre Albert Béguin y Safranski, o incluso aquella biografía de Byron que escribió André Maurois y que leí en Cuba hace como 25 años, pueden explicarlo mejor que un poeta nacido en el Caribe, sobre todo después de que han pasado dos siglos y un Valéry. No más de eso.
Un poeta no es un ser más atormentado, incomprendido, destinado a morir épicamente o al suicidio que otras personas. No hace sino aquello que siempre hizo el arte, que es desenfocar la realidad, violentar su mundo y reconfigurarlo, traducirlo.
Hay que ser transversal, quebrar la “maquinaria estética” que dicta cómo hay que escribir y comportarse, y eso implica saber que la escritura de poesía no es superior ni inferior a los otros territorios de la literatura, que hay poetas y novelistas y cuentistas y ensayistas que merecen ser más recordados que otros.
¿Se obliga a escribir o no puede evitarlo? ¿Escribir le agota, le libera o es su trabajo?
Escribo porque leo, o sea, no lo puedo evitar. Tengo disciplina lectora, mas no para escribir todos los días. No me voy a la cama sin haber leído, aunque sí sin haber escrito. Descreo de la “producción” continua en literatura. Producir es un verbo ajeno a la literatura, pertenece a otros ámbitos.
No me agota ni me libera. Trabajo no es, pues hasta ahora no he ganado ni un centavo escribiendo. Colaboro con revistas que no pagan y publico libros por los que no gano nada. Mi trabajo es enseñar español en una universidad americana. Escribir forma parte de un aprendizaje desde y hacia el placer. La persistencia a pesar del fracaso es lo que sigue marcando al escritor en cualquier playa albina.
¿Qué siente cuando ve publicadas listas de jóvenes promesas literarias cubanas que usted considera que nunca pasarán de ser promesas? ¿Lo incluyen?
Estoy al margen de esas listas por prescripción familiar. Ya no se tiene la voracidad de los veinte años, la inocua ambición de conocer a la vez lo sustancial y lo superfluo. Ese tiempo pasó. Me interesan más los escritores transterrados, desarraigados, sin identidad de gueto, los creadores de una Playa Albina y de un boarding home.
Hay por ahí una entrevista de Lorenzo García Vega donde se autodefine como un no escritor. Y pienso que esa es una condición propia del exiliado, del hombre sin asideros, sin interlocutores, casi sin lectores, muy corrosiva, muy provocadora para quienes no escribimos novelas de detectives ni poemas Buesa.
En ese sentido, si Cuba es el grito, el exilio es siempre asordinado.
¿Hay talento poético en la diáspora cubana? ¿Quiénes son, en su opinión, los mejores?
Si hablamos de talento, diría que ni más ni menos que dentro de la Isla. Pero también tendríamos que aventurar una definición de ese “mejores”. ¿Mejores para quién o según qué?, sobre todo a partir de una diversidad de experiencias de lectura. Los “mejores” serán siempre los que uno relee, a los que uno vuelve siempre, una especie de galería o estantería privada donde hay libros que con sólo abrirlos al azar descubro una frase que me impulsa a escribir, a reescribirla.
Dos nombres entre varios: no hace muchos años descubrí dos escritores del exilio cubano que han representado un vuelco en mi manera de leer nuestra propia tradición, ya mencioné a Lorenzo García Vega, el otro es Octavio Armand, sus ensayos sobre todo.
A los cubanos nos gusta lo bueno. Díganos qué libro suyo podemos regalar a alguien a quien se quiera impresionar.
Tendría de nuevo que preguntar por el significado o el “para qué” de ese “impresionar”. Con el tiempo he entendido que se escribe tomando desvíos, desmenuzando la fluidez del texto y alterando el sentido de la frase para perturbar o provocar algo en el que lee.
El libro entonces sería Asilo en Brazos Valley. Es mi libro USA, mi libro iu-es-ei, mi descritura del caos. La voz que ahí habla es una que estuve buscando por años, dándole vueltas a la idea de recomenzar, pues creía que lo había perdido todo en términos de escritura. Era ingenuo: sólo tenía que mirar a mi biblioteca, volver a esos libros. Porque fueron otra vez los libros, mis lecturas, quienes provocaron en mí otra forma de mirar y ver, que es otra forma de leer.
Foto: Martha Ma. Montejo. En el Hospicio Cabañas, Guadalajara, México, 2017.