A veces, cuando abría alguno de los libros que me traje de Cuba tras mi visita de hace algunos años, me encontraba unos marcadores hechos de cartulina blanca con frases escritas a mano. Hablaban de cosas comunes: el amor, la soledad, de sentirse un sobreviviente sin familia cercana ya a su lado.
Habían sido escritas por mi padre, que hoy murió en Cuba.
Con él, junto a él, viví largos 34 años. Qué pudo no enseñarme, qué no aprendí de él. Lo vi partir al trabajo cada día, lo vi envejecer y enfermar. Me vio a mí elegir un oficio, formar una familia, marchar al exilio y sobre todo equivocarme mil veces. No recuerdo que me haya dicho nunca "lee", pero en cambio a aquella casita de madera y techo de zinc la pobló de libros que forman parte de la historia interminable de mi infancia, donde estaban la Odisea, las leyendas del campo recogidas por Feijóo, policiales, libros de historia, lecciones de idioma ruso, que él estudiaba, Nervo, algún García Márquez, un pequeño Larousse ilustrado que yo consultaba arrobado.
Mi padre, el tipógrafo, cuyo sueño no era ser comerciante, ni chofer, ni médico, sino trabajar en aquella diminuta imprenta del pueblo, olor a tinta y papel, sonido de máquinas, donde comenzó siendo un adolescente hasta hacerse imprescindible.
Ya ven que no volví a Cuba, no pude volver
a verlo y me duele mucho eso. No haberlo visto otra vez me pesará toda la
vida. Pero me quedo con lo mejor de todo lo que viví a su lado, todo lo que aprendí de él y todo el amor y el cariño que de
él siempre tuvimos Martha, mis hijos y yo.
Esta mañana, cuando supe la noticia, la recibí con resignación y tristeza,
porque sabía de su deterioro. Pero luego me puse a recordarlo y lo lloré, porque
me acordé de muchos momentos que pasamos, recordé por ejemplo que cuando era niño me gustaba sentarme junto a él en el tren
o la guagua y que él me fuera diciendo los nombres de todo lo que veíamos. Yo
siempre lo vi tan grande, tan fuerte y tan maduro, tan renacentista, capaz de hacer de todo, de arreglarlo todo en una casa, el mejor padre que hubiera
podido tener.
Y pensé que hubo un viaje que nunca pudimos hacer juntos, que fue
el de venir acá y estar los dos aquí, donde me hubiera tocado a mí nombrar las
cosas para él. Y recordé también cuando fuimos a Santiago a la misa del Papa Juan Pablo II en
enero de 1998, que caminamos toda la ciudad, cuando ya comenzaba a sentirse mal y fue
el principio de su enfermedad renal y el comienzo del fin.
Yo estaré siempre muy orgulloso de él y explicar por qué me
tomará, creo, la vida entera, la vida que él me dio. Pero lo resumo en los
valores que él y mi madre nos trasmitieron a mí y a mi hermano, la
educación que nos dieron, el respeto por los mayores, su humildad y su
humanidad, su esperanza y su fe en la vida, su optimismo y su rectitud en
muchos casos. A veces no tenía que decirme qué estaba bien y qué no, yo lo
sabía por su mirada o por su manera de proceder. Sé que muchas veces los hijos
no somos dignos de nuestros padres, sé que algunas veces pude causarle alguna
decepción o tristeza por algo que hice mal o por alguna decisión apresurada
que tomé, cosas de juventud que el tiempo ayuda a curar, pero siempre supe que
él estaba y estaría a mi lado protegiéndome y enseñándome el buen camino.
Siempre tuve su apoyo cuando quise estudiar lo que estudié, lejos de la
casa, sin dinero y pasando hambre en Santiago, y luego cuando dejé el
periódico para empezar en la literatura y luego cuando nació Alicia y comenzamos a
vivir juntos Martha y yo, hasta que nos fuimos de Cuba. Sentir su voz cada
fin de semana cuando lo llamaba era mi bálsamo, mi pedazo de Cuba que ya no existe más.
Estas palabras eran en principio para expresar mi agradecimiento a todos los que lo cuidaron y acompañaron en todo este tiempo, en especial en estas últimas semanas, las más duras de su enfermedad y su agonía. Al final ha sido mi descarga, mi paño
de lágrimas. Y todavía siento que me quedan cosas por decir. Y quedarán más, claro.
Pienso que mi padre se ha ido en paz, aliviado de tantos dolores
físicos y heridas más profundas, heridas en la memoria, que comenzaron
desde que siendo adolescente tuvo que enfrentar la muerte de mi abuelo Herminio, fusilado por el Coronel Sosa Blanco a la vera de un camino apenas una semana antes de la huida de Batista, y muchos años después la separación de mi madre, de su nieta y de sus dos hijos.
Yo no le perdonaré a los Castro que su régimen infame haya provocado la separación de tantas familias. Que mi
madre haya tenido que venir a Estados Unidos para salvarme a mí de los
problemas políticos que inevitablemente sobrevendrían. Creo que mi padre se
sacrificó por todos nosotros al apoyarnos cuando dimos este paso. Aunque esa
separación la hemos sufrido todos, mi madre en especial, él fue la principal
víctima de eso porque su enfermedad no lo dejó en paz.
Para mí, el verdadero significado del exilio y todo el peso de lo político está cifrado en esa ausencia y en esa separación.
Mi padre se fue quedando solo, quizás en el fondo de su corazón
lo haya sentido así, pero si algo sé es que no murió solo. Tuvo personas queridas a su lado y supo que de alguna manera desde nuestros sitios, su familia en el exilio lo acompañaba. Por ello, quiero creer que su viaje hacia la eternidad será mucho menos
doloroso.