jueves, mayo 18, 2023

Talibán

El castrismo ha incubado mucho personajillo siniestro, gentuza que mamó mentira y labia estalinista desde temprano. Iroel Sanchez fue uno de ellos. Era uno de los talibanes de finales de los años noventa, experto en manipulación y asesinato de reputación.

Le gustaba contar cómo fue que Fidel Castro lo nombró presidente del Instituto Cubano del Libro a principios de los años 2000. Decía que lo citó a su oficina y mirando el expediente le dijo que hasta los de línea más dura, talibanes de mayor rango, lo habían aprobado.

Y lo que vino tras su nombramiento fue una marejada de literatura bazofia conectada con los dineros del chavismo y aquel delirio llamado Batalla de ideas. Su biblia era un panfleto de Stonor Saunders, del que logró hacer edición cubana, al que acompañaba diligentemente con cualquier producto lo mismo de Howard Zinn y George Cockcroft que de Belén Gopegui, Carlo Frabetti y similares comuñangas de caviar.

Esta gente fue astuta intentando conectar a cierta clase intelectual resentida europea y norteamericana con un régimen que necesitaba otros lavados de cara tras la Primavera Negra del 2003. Querían re-globalizar la revolución moribunda luego de la década penosa del Período Especial. Contando con que siempre hay y habrá intelectuales y escritores prestos para la tarea de la salvación de la humanidad, sin que haya nada romántico ya en el acto, todo es puro cálculo y mezquino gesto. La desmemoria en relación con Cuba está cimentada sobre miles de muertos y millones de encarcelados y exiliados.

Encabezó la ofensiva contra los colaboradores de la Revista Encuentro que estábamos dentro de Cuba. Para ello creó, entre otras, una publicación llamada La Jiribilla, desde donde se atacó a todo dios, recordar que eran los años del blogueo más intenso sobre temas cubanos: Yoani Sánchez, Penúltimos días, La Habana elegante (véase la descripción del personaje a cargo de Fermín Gabor en el número 55), etc.

Era tan obtuso que se enfrentó hasta al ministro Abel Prieto, a quien dicen acusó de "poco ideológico" en una reunión, y le costó el puesto. De ahí se fue al Ministerio de las Comunicaciones, a las catacumbas de Ramiro Valdés (se lo señalaron hasta sus colegas), a seguir metiendo cizaña y censura contra todo lo que oliera a oposición o colaboración con Estados Unidos, y la más vulgar delación si detectaba algo que no le olía bien.

Encarnaban él y otros como él una zona que el castrismo explota muy bien: disfrazaban su proverbial indigencia intelectual con la triste condición de la vieja, pero interesada humildad partidista. Se decían muy fidelistas, para que ese Sísifo cubano, el Liborio de la caricatura de Lauzán, siga cargando su rémora, su bola pétrea. Pero en realidad creían ver en el esperpento de la revolución la concreción, por fin, del proyecto guevariano de austeridad, de extensión de la miseria a tutiplén. El clásico "tú te estás muriendo, hermano, pero yo también y mira, no me quejo". De esa misma seudo filosofía era otro personajillo igual de siniestro, aunque quizás más a lo tonto, Enrique Ubieta, nombrado en esos años director de la Cinemateca de Cuba a falta de una "botella" más prominente.

El comunismo cubano está en formol. No ha llegado aún el momento de la autopsia. Su talante represivo sigue intacto. Mientras tanto, algunas de sus piezas siguen muriendo.

Caricatura: Lauzán (tomada de la web RadioTelevisionMarti.com)


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