Anoche fui a mi primera función de ballet en más de treinta años. El Houston Ballet montó Oneguin, coreografía de John Cranko y partitura de Kurt-Heinz Stolze siguiendo aquellas pautas de la ópera de Tchaikovsky. Una maravilla. Primer bailarín: el cubano Gian Carlos Pérez. Tres cubanas más en el cuerpo de baile. Nos fuimos temprano bajo un diluvio en el sur de Houston, pero dos millas más allá claridad total. Esto es Texas.
Aparcamos bajo lo que suponía era el teatro en pleno downtown. ¿Ya habíamos estado aquí antes, o no? Creo que sí pero no puedo recordar viendo qué. Es un edificio enorme color ladrillo, la entrada es un arco de cristal de casi cien pies de alto. Nos perdimos para ir del parqueo al edificio y luego para regresar al carro al final de la función. Hay un túnel que va directo al teatro pero nunca dimos con él, de manera que salimos a la calle, cruzamos la avenida, caminamos una plaza con árboles y llegamos al teatro. Todavía me río pensándome como un alma descolocada en medio de tanto people emperifollado. En la escuela algunos maestros recogieron dinero para comprar tickets de lotería, le venía comentando a M. ¿Qué va a pasar con el claustro de español si se la ganan? Eso debería ser ilegal pues no pueden irse todos de plano si se la ganan. Creo que lo hacen por eso, porque suena demasiado ilusorio.
Las entradas al ballet me las mandaron por email. No las encuentro ahora. Vaya a la ventanilla, sir, pero no encuentran mi nombre y tienen que imprimir de nuevo mis boletos. ¿Se nota mucho que es nuestra primera vez? Hay mesas y venta de bebidas al entrar. Martha quería comprar algún vino. Buscamos la sección M. Nos mandan a tomar el elevador al piso 5. Buscamos un baño, pero tomamos la dirección equivocada, los baños están junto a los elevadores. ¿Dónde está la sección M? Balcony, sir, piso seis, sir. Ah, ya, vale, nos ha tocado gallinero. Vuelta a los elevadores. Alguna gente con traje y sin corbata trae cervezas en las manos.
La sección M está semivacía. Da mucho vértigo. Martha dice que se siente resfriada. La vista es espectacular. Comienza la función y olvidamos todo. Vimos la película hace años, ¿te acuerdas?, con Ralph Fiennes haciendo de Oneguin. No recuerdo la historia, debo leer el programa de mano, siempre huelen igual. Okey, mira, Lensky es novio de Olga y llega con un amigo urbanita, Oneguin. Tatiana es la que lee novelas y poemas y se enamora de Oneguin, que la rechaza porque su amor es adolescente y además es una chicuela de campo. Oneguin intenta seducir a Olga y ofende a Lensky. Ni come ni deja comer. El dilema se resuelve en un duelo, muere Lensky a manos de su amigo. El programa aclara que se usarán armas de fuego teatrales. Pero el duelo ocurre en las sombras desde donde se escucha un sonido falso de disparo y un cuerpo que cae.
Los intermedios son de unos veinte minutos y hay dos. La obra va a durar más de dos horas. Gian Carlos es un bailarín espléndido. Llegó a la compañía el año pasado, vino del Ballet de Washington. Me sigue admirando que entre algunos jóvenes cubanos y sus familias se conserve el prestigio de ser bailarín clásico. Esto empezó hace más de setenta años en una islita azucarera del Caribe, el castrismo decidió seguir apoyándolo (al final los rusos eran los mejores en esto y eran sus aliados) y aquí estamos, fascinados con el profesionalismo y las magníficas condiciones técnicas de un bailarín que nació sabe dios en qué barrio habanero. Carlos Acosta también fue miembro de esta compañía hace años, también era negro y venía de una familia humilde, padre camionero, que lo apoyó, y de Pinar del Río al mundo.
En uno de los intermedios me fui a comprar una botella de agua, tomé el elevador y en el piso cinco entró una pareja, traje y corbata el señor, la señora rubia platino más joven que él, toda de blanco, incluyendo sus high heels, era expensive toda ella, los botones de su chaqueta blanca, su maquillaje blanco, su respiración, pero había algo en ella no resuelto, era guiada por el señor todo el tiempo como si descendiera del elevador de una clínica o llegara desde la noche más cerrada de un hospital para enfermos muy exclusivos.
Cuando se acabó la función, nos fuimos tras la manada que tomó el famoso túnel a los parqueos. Pero ahora no tenía la menor idea de dónde estaba el carro. Subimos un piso, bajamos dos y cuando ya no veíamos a nadie divisé un entristecido y solitario carro blanco al que poco le faltaba por echarse a llorar. El mapa nos puso a dar vueltas para llegar al freeway 288. Ya eran pasadas las diez y media. Bajamos en un McDonalds a comprarle algo al hijo. ¿Cómo les ha ido la noche?, nos dijo el cobrador, un hispano gordo como el telón del teatro. Venimos del ballet, le digo. Qué bien, nunca he ido pero quiero ir cuando pongan Nutcracker, nos respondió con esa naturalidad que tantas veces uno extraña.