Conocí a Luis Felipe Rojas un día en que quería dirimir a golpes una disputa con algún otro estudiante. Venía del servicio militar y guardaba ciertas cicatrices de escaramuzas que era mejor olvidar. Sé que no fue esa la primera vez que nos encontramos, pero la memoria insiste en recordar esos trasiegos. Eran los años noventa en una residencia universitaria de Santiago de Cuba, es decir, todos pasábamos mucha escasez de todo, pero nos unieron los libros, la poesía y una fe en el poder de la amistad que se mantiene intacta.