L se suicidó el viernes 26 de enero por
la mañana. Lo encontraron todavía vivo, ya sin oxígeno en su cerebro.
Y estuvo vivo, si podemos decirlo así, conectado a las máquinas hasta el martes
30. Todavía un mes después tenía su número entre mis favoritos en el teléfono, la foto en la que estamos abrazados
en el comedor de su casa, listos para ir a un concierto de Paquito de Rivera.
L no resistió estar un instante más
entre nosotros y de alguna manera todos deberíamos sentirnos responsables por
eso, incluyendo por supuesto a sus amigos. Pero es estúpido pensar de ese modo.
Qué mano lo hubiera retenido si su hija pequeña no pudo. Todavía no lo puedo
pensar con claridad. La vida se nos vuelve del todo ilegible, esto lo dije en
otro lado cuando las máquinas lo mantenían respirando artificialmente. La
muerte así, de alguien como él, nos trastorna, no nos permite ver ni entender
nada con certeza.
El acto suicida elimina toda interrogante: el vacío que deja
supera cualquier deseo de querer saber.
Es el final, un adiós a todo eso.
Supongo que tendrá por fuerza que
llegar ese día en el que dejemos de preguntarnos de una vez cómo ha podido
ocurrir una muerte así. Y aún entonces seguiremos sin entender
nada.
La sensación de que no es el final de
lo terrible sino apenas el comienzo de una estación gélida que nos va a dejar
marcados para siempre.
La vida es el invierno, dijo Bernhard.
II
M y yo hicimos un viaje largo y
tristísimo el mismo día en el que se decidió desconectarlo de las máquinas, su
corazón todavía latiendo, pero su cerebro ya sin funcionar. Todo lo que vimos
en la que fue su casa era su ausencia, también la nuestra futura en un lugar tan frecuentado y querido para nosotros desde que llegamos allí por primera vez. Vimos un vacío tan enorme
que los abrazos a Y, su mujer, y el llanto de todos frente a ella, a veces
fuerte, a veces deshecha, no podía abarcar.
Ese día escribí una breve nota que
despertó la reacción un tanto airada de un amigo suyo. No conocía a esa
persona ni L me había hablado nunca de él. Me recordaba ese amigo que él y otro
más eran los únicos amigos verdaderos de L y que yo solamente buscaba el goce
fácil de algunos likes, decía también que mi nota era demasiado poética (una
acusación de poeta o intelectual justo ahora, como recuerda Barthes en una nota
al pie en su Diario de duelo) y que
ahora sólo debíamos ayudar a la familia de L. Después intentaba rectificar en
un segundo mensaje, donde me dejó la impresión de que con el primero no había
reparado en el dolor que M y yo sentíamos, además del desconcierto cuando no
somos capaces de comprender algo tan terrible. No respondí sus mensajes porque,
en verdad, no tenía ánimo para interactuar con nadie y porque nadie tiene
derecho a cuestionar el dolor del otro; todo lo imaginamos a partir de la
caída, dice Kafka en alguna parte.
Pero sí gracias a eso recordé el
universo tan plural de las amistades de L, algunas comunes, la mayoría no.
Algunas respondían a su etapa habanera, donde había colaborado como periodista
independiente con el poeta Raúl Rivero. L casi no hablaba, no conmigo, de esa
etapa de su vida. Era como si no le diera demasiada importancia o la
considerara parte de un pasado en el que no había necesidad de insistir, quizás
madurar es eso. Lo cierto es que nuestras conversaciones, y fueron muchas,
giraron sobre los temas más diversos, pero siempre se fraguaron en torno a la
literatura. Compartíamos manías librescas y creo que L era un lector bastante
disciplinado, con más libros en inglés que en español, pero siempre pensé que
como escritores y lectores estábamos en las antípodas y que también por eso nos
habíamos hecho grandes amigos. L insistía en sus historias de costumbres
criollas, pueblerinas, de situaciones graciosas y personajes bordes y enloquecidos;
su percepción de la literatura difería de la mía y continuamente hacíamos
chistes sobre el tema. Lo que no era comprensible para él no merecía la pena y
yo le repetía siempre lo mismo, que el acto de leer tenía que ir más allá de
toda comprensión, y creo que por eso no me consideraba un lector, un destinatario
de sus cuentos.
Entre los comentarios a esa nota, había
algunos de sus ex alumnos y otros conocidos. No sé a derechas cómo llegaron a
mi muro, sospecho que se corrió la voz de su muerte y pusieron su nombre en el
buscador. “Rest easy, Mr. E”, así lo despedían. La frase corta y ligera, en un
momento de tanta gravedad, no tiene sentido en su traslación literal al
español. Que el descanso le sea leve, podríamos aventurar la traducción.
Pero no, no hay ninguna levedad en nada
de esto. Es como si uno se dejara llevar por el morbo idiota de querer saber si
hay un secreto supremo detrás del suicidio de L. O corroborar que tenían razón
sobre el suicidio en Inglaterra o Noruega: es el invierno, siempre húmedo,
nebuloso y triste, hasta en las llanuras de Texas es así. Por no mencionar a
quienes hacen de las interpretaciones morales del suicidio un nuevo caso para
los inspectores del fundamentalismo. Ninguna levedad, cero likes.
III
No voy a tener un lugar donde ir a
hablarles a los restos de mi amigo porque de un tiempo a hoy lo que se estila
es la cremación, que por todo resto deja cenizas. Y muchas veces esos polvos
tienen como destino el mar o un descampado o la ladera de una montaña o alguna
rivera asociada a la infancia, mil sitios probables. Sumar a eso la condición
del exiliado, nadando siempre en aguas no conocidas, habitando un no lugar, enseñando una lengua en la que nadie te lee.
Todo conspira. Mi buen amigo no existe
más y su lugar entre nosotros ha cedido paso a un vacío y a una pregunta que no
encuentra respuesta. En estos tiempos nadie piensa mucho en un lugar asociado
al reposo de quien nos ha dejado y a donde podamos acudir a
recordarlo y hablarle. Un becqueriano lugar “donde habite el olvido”, a la
intemperie de todas nuestras soledades, lejos ya de las preguntas y los
reproches. Nuestro tránsito por la vida puede ser precario, o no, pero tras
ella, tras la muerte, reconforta un poco saber que podemos reencontrarnos con
nuestros propios pensamientos dedicados al amigo que ha partido, al que no
pudimos entender ni mucho menos ayudar para que no se matara.
Uno tiende a veces a creer que una
persona que deja de fumarse un tabaco cada viernes porque le acelera la caída del
pelo no piensa en matarse.
Que tampoco se mata quien no se toma un
medicamento para no sufrir sus efectos secundarios.
O quien tiene una hija de ocho años que
lo adora, que tiene en su padre su gran vehículo de relación con el mundo.
Y es falso, es todo mentira.
Sí se mata.
Mi amigo L lo hizo.
De ahí la magnitud de su tragedia y también
de nuestra amputación, la incapacidad para comprender lo que ha hecho.
IV
El suicidio de L me ha entristecido en
lo más profundo y me veo como un mutilado que no piensa más que en la
voracidad omnipresente y atroz de la muerte. Es resultado, sobre todo, me digo,
del absurdo de su partida, el imperceptible susurro del que muere frente a la
algarabía del estar vivo.
Como si en cada piedra avistada en el
camino el fantasma de Lorca nos recordara lo lejos que está Dios de nosotros.
Tras la muerte de un ser querido, amigo
entrañable, su voz y su recuerdo quedan como suspendidos, como gravitando, y su
nombre ya no lo pronunciamos, ya no podemos, pues es poco menos que la
confirmación de nuestra culpa y nuestra fugacidad, y la distancia que se impone
entre su oscuridad y la nuestra.
Sin embargo, creo, con Camus, que
matarse es confesar, dejarnos saber que la vida lo aniquiló, lo sobrepasó. Ese
amigo del que habla Camus en El mito de Sísifo pude ser yo, que recibí sus
mensajes sin interpretar que me (nos) estaba pidiendo ayuda y es muy injusto
hoy culparlo de haber destrozado, con su partida, la vida de los otros si no
nos atrevemos a reconocer nuestra propia responsabilidad. L enfermó de algo tan
oscuro e incomprensible como su suicidio y no encontró otro remedio. Todavía un mes después de su muerte
recibo llamadas para saber si algo nuevo ha salido a la luz y qué puedo
responder si ya todo es invierno y silencio, y francamente de qué nos sirve.
Hay desde luego una mínima esperanza de
reencuentro con los que han partido, o al menos eso leemos en aquella carta que
Lezama le envía a María Zambrano cuando muere Araceli y él la imagina
devastada, sin fuerzas. Lezama quiere que ella piense, de paso nosotros con
ella, que hay un retorno ya sea gaseoso, y que eso nos consuela porque “nacemos
antes de nacer y morimos antes de morir”. Lezama escribe eso en el peor momento
de su biografía, ya anciano y con pocos lectores, escasos amigos, ningún
reconocimiento.
No nos fue dado saber si hay
reencuentro. Pero sí podemos acaso reflexionar aunque sea un poco sobre nuestra
propia pobre condición humana. No vivimos sino deseando la muerte. Es absurdo
que la vida nos haga acumular años: nada está justificado sin la resistencia a
la finitud. Por eso en realidad no llegamos a entender actos suicidas que de
otro modo nos pondrían en disyuntivas demasiado severas ante nuestra falta de
argumentos y herramientas para entender el problema.
Una descripción de la infelicidad
conlleva la posibilidad de su superación, nos dice Sebald, pero es muy probable
que sólo lo entendamos en el sentido del que habla Lezama en esa carta adulta,
de que la muerte termina engendrándonos a todos de nuevo, aunque sea en un
espacio indefinible como la memoria, pues los seres que amamos para nosotros
nunca están demasiado lejos.
El secreto del que mi amigo no me hablaba
era éste.
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