miércoles, septiembre 14, 2016

Flores

Hoy es día tristísimo porque se ha suicidado en La Habana el poeta Juan Carlos Flores.

No nos vimos nunca, pero leí con puntualidad sus pocos libros, desde aquel Los pájaros escritos que compré en una pequeña librería habanera y que allá quedó, como otro mudo habitante de la soledad y la destrucción cubanas.

No se cansó Juan Carlos Flores de darle, de aportarle, a la poesía de aquella Isla. Mientras pudo y tuvo fuerzas para ello. Allí donde poetas juntaban solemnidades o naderías, un solo poema suyo los borraba, indicaba otro camino, despertaba otros ecos, señalaba un vacío que comenzaba a serlo menos.

De alguna manera la poesía viene a adentrarnos en un silencio, nos conduce a un viaje hacia adentro, a una automutilación. Es duro confirmarlo hoy, de este modo, y cuesta aceptarlo, pero poco podemos hacer ante eso. La de Juan Carlos Flores se fue despojando de una morfología antigua que ya no le servía y comenzó a desarticularse, a adquirir una circularidad extraña a tanta corrección premiada todos los días, todos los días publicada y difundida. “Mirar, oír 1, 2, 3 veces: sobre cabezas de pescado dejadas por La Madre en la cocina”, eso escribió Juan Carlos Flores, eso habría que responder cada vez.

No puedo hablar con propiedad de la “calidad performática” de sus textos, como algunos críticos han apuntado, porque no asistí a ninguna lectura pública suya. Pero en este sentido sí, a partir de sus libros, puede advertirse en sus poemas la adquisición de una desarmonía, o de una armonía otra, desquiciada ésta por reiteraciones que subvierten no solo “los distintos modos de cavar un túnel” o de (des)hacer un trayecto que al haber sido caminado se automatiza y banaliza –lo que nos propone es otra automatización, desde luego, cómo la poesía puede dotarse de un mecanismo de autoabsorción–, sino nuestra capacidad de leer, el espacio cada vez más estrecho que nos queda ya para el asombro.

En Alamar, donde han encontrado el cuerpo del poeta, vivió también Ángel Escobar. ¿Dignidad de la poesía? Qué lejos están esos paneles de cemento y acero, tan torpemente edificados para que convivan humanos, con aquel “puro mármol de los adioses” lezamiano, ese laberinto de supervivencia poética y también de agotamiento de una respiración, la desdichada anulación de un algo que late. 

En un final, nunca nada en poesía puede llegar a zurcir el espacio de la caída.


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