martes, agosto 15, 2023

Inge & Omar


Omar Santana nos trajo este retrato de Luna, "gata arrabalera", como le dice M. Estuvo con Inge en nuestra casa y ya extrañamos esos días intensos en los que hablamos mucho, comimos y bebimos, al principio con ciertas mesuras y ya al final como si no nos importara nada más en el mundo que la gran epopeya de las comidas y las bebidas.

Los llevamos al Museo de Arte Crystal Bridges a ver un Hopper, pero Omar se nos rezagó ante un Rockwell. Luego fuimos al downtown y vimos que estaba muy animado porque era la fiesta del "first Friday" y habían instalado una tarima y había niños cantando y carpitas blancas con anuncios. Hacía un calor de infierno, nos metimos a comer en un restaurante mexicano y luego a un café fancy y compartimos mesa con una señora que padecía una enfermedad neurológica y estaba allí promoviendo su empresa que hace generosas donaciones al hospital del condado.

Inge y Martha se iban a hacer fotos y a comprar especias, cacharros de cocina o zapatos para las hijas y Omar aprovechaba para hablarme de Caibarién y yo de Cueto. Le conté que en mi primer libro el editor cambió por error mi lugar de nacimiento y de alguna manera, como resultado de ese error, fui expulsado para siempre de aquel pueblo que nadie lleva en la memoria como yo porque nadie puede escribir mejor lo que yo allí viví.

Estábamos en eso cuando vio un mensaje que le había llegado tres días antes: una revista digital le cancelaba sus colaboraciones, que era una de las principales razones para que muchos lectores se asomaran a esa revista. Le dije que quedábamos hermanados también por eso: a mí me liquidaron un libro por una cantidad tan irrisoria que apenas si alcanzaba para comprar alguno que me interesara. Y que después de mucho zapatear por fin había encontrado una que tiene por costumbre pagar, ¡y con puntualidad!, las colaboraciones de quienes vivimos fuera de aquel desbarajuste llamado Cuba.

Omar va a dibujar todo eso y más, y lo que sea que resulte de ahí nos lo vamos a perder todos porque no pinta para nosotros sino para su padre, campesino, pescador y hombre-que-lo-hace-todo, como era el mío, y también y sobre todo para unos fantasmas que ninguno de nosotros sabrá jamás.

Conocí a Inge en los años 90. Sé que era ella porque ese nombre nunca se olvida y porque era bella y muy delgada y porque fue la primera mujer que vi con las axilas sin depilar. Luego se fue a Perú, fue madre y ayer estaba aquí hablándonos de sus hijas que ya son grandes.

A Omar le dije que yo era un pobre lector de treinta años con recurrentes ataques poéticos cuando comencé a ver sus colaboraciones en aquel Herald de los dos mil. A mí vino una vez un enviado del más allá a decirme que este encuentro estaba pactado para un tiempo futuro, pero yo, como es lógico, no lo creí.

De todos esos miles de libros que hay en casa, a Omar le interesó uno solo: una vieja edición de tapa dura del Velázquez de Ortega que me traje de Cuba y está bastante bien conservada. Eso dice mucho de un pintor formado en San Alejandro. Vi que alzó los ojos del libro, levantó en silencio una mano y la chocamos entre tequilas y manjares que M. no se cansó de prepararles.

Creo que si no fuera por nuestras mujeres no nos hubiéramos encontrado nunca. Eso no lo dijo el enviado.


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