Fuimos a tirar piedras a un estanque
cerca de casa, menos de media milla a pie. Abraham en bicicleta, autos pasando
lentamente, y en mi teléfono aparecían notificaciones. Un amigo se retrata en
Stamford Bridge. Otro pide una receta. Y otro lamente la muerte de no sé quién
en Cuba.
Oh, Cuba, siempre Cuba.
Yo no conocí a este Rodríguez que acaba
de morir en La Habana. Mas lo recuerdo de la horrenda televisión cubana
hablando de libros sin saber hablar que es saber comunicar.
Sin embargo, lo tengo por típico
escritorzuelo cautivo, crítico duro de gente mucho más digna que él, como la
poeta Reina María Rodríguez. Lo tengo por alguien que no supo cómo ser libre y
mucho menos supo, por tanto, cómo debimos los cubanos luchar para ser menos
cautivos.
Algunos que lo conocieron –o fueron sus
alumnos, que según cuentan también se dio a perpetrar clases–, lamentan su
deceso como si de un gran intelectual se tratara. Cada cual porta su
pequeñísima bolsa de historias menores. Que si escribió una novela con Wichy
Nogueras. Que si era amigo de aquel trovador, reconvertido en otro ente
miserable por obra y desgracia de una misma devoción por caudillos caribeños.
Si se trata de ser libres, de creerse en verdad libres, no habrá nada que lamentar entonces.
Nada
que lamentar.
Vayamos a por esas lecturas.
Y luego a la mesa y desde luego a la
cama.
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