Nadie del entorno precariamente intelectual cubano fue tan ciudadano del mundo como él y pocos intentaron indagar con tanta enjundia en las raíces torcidas de todo el fenómeno del caudillismo y el populismo de esta desdichada parte del mundo que es Latinoamérica. Hubo un tiempo en que su nombre era moneda corriente en los discursos denigratorios que casi a diario lanzaba el régimen cubano, una suerte de obsesión del Líder Máximo y su prensa que coincidió con los años en los que las columnas periodísticas de Montaner, a través de Firmas Press, eran leídas en medio mundo.
Carlos Rangel y Montaner, dos voces en algún momento hermanas en su condición de solitarias. Tras el suicidio del venezolano, Montaner tomó el testigo y las voces que hoy son muy críticas de la deriva neopopulista y woke en América Latina le deben mucho, aunque no lo citan. No lo citan porque no lo han leído.
Un hombre tenaz en su empresa de intentar "hacer ver". Su discurso parecía dirigido a un tipo de lector intermedio, pero afín a esa izquierda (eso lo entendimos ya tarde) que tiempo atrás intentaba imponerse, con lo que ello tiene de reconocimiento hacia sus adversarios. Un lector que había aprendido lo importante que es saber reírse de uno mismo. Hoy esa izquierda cree que sus oponentes no existen. En aquellos años se podía aspirar a seducirlo porque era común pensar que hasta que no se desprendiera del lastre de la legitimación de una dictadura vulgar no iba la sociedad cubana a transformarse en una democracia.
La izquierda, de todos modos, desechó todo aquello, fue a peor. Dichosos esos años en los que podíamos soñar con un candidato de su estatura para ocupar la presidencia de una Cuba futura que sigue anclada en el pasado. Ahora sería una síntesis de Otaola con Mariela Castro con Guanche. Hoy habría que volver sobre sus libros como un gesto de cierta delicadeza y agradecimiento porque son expresión diáfana de otra derrota que nos concierne.
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